Lo estaba postergando mucho, así que es hora de abrir la sección de desarrollo hablando de una importante faceta del desarrollo de videojuegos, las decisiones de diseño. En concreto, esta primera entrada versará sobre un tema que últimamente —y no tan últimamente— ha levantado ampollas entre los puristas del mundo del entretenimiento electrónico: las consecuencias de la muerte —o en última instancia, de cualquier tipo de fracaso crítico del jugador.
Originalmente iba a titular este artículo con un clásico tropo —ya os contaré otro día por qué TVTropes arruinó y mejoró mi vida— Death is a slap on the wrist, que en castellano podría traducirse como tal de una forma más o menos directa. También trataré la otra cara de la moneda, Continuing is painful (Continuar es doloroso), ya que es necesario contextualizar ambas aproximaciones al dilema del castigo del error.
Vidas, Game Over y monedas de cinco duros
Las vidas en el videojuego son, en su gran mayoría, una herencia de la época arcade —y, sin duda, una estrategia totalmente válida de monetización—. Castigando el fallo del jugador con la necesidad de invertir más dinero en la máquina se lograban dos claros objetivos. El obvio de justificar la inversión de ese armastoste tecnológico haciendo que los clientes no se quedaran de forma indefinida con una moneda de cinco duros y forzar al jugador a hacer uso de sus habilidades bajo la amenaza de dilapidar la paga semanal en veinte minutos.
Quizá sea por ese segundo motivo por el que alguno de los puristas del videojuego vean su progresiva desaparición como una afrenta al verdadero espíritu del entrenamiento del videojuego y de la progresión como premio. Una visión elitista de no tienes derecho a ver el final del juego porque no eres tan bueno como yo.
Pero por ahora mantengámonos en la visión económica del videojuego. Esa práctica también permitía a un crío —y ante todo, a un padre— justificar el desembolso del último cartucho de la NES. Si llegar a la pantalla de Game Over te enviaba de vuelta de forma irremediable al nivel 1-1 de Super Mario Bros, las escasas dos horas que requerimos para jugar cada uno de los 32 niveles se convierten en días, semanas, o incluso meses.
Poco a poco la evolución del videojuego como medio masivo fue presentando nuevas ideas. Títulos de corte más rolera, con un buen puñado de horas como requisito para llegar al jefe final y salvar el mundo ya justificaban la relación pesetas/hora, pero aún así las ideas de una industria en pañales seguían ahí. Si hacemos a nuestro jugador tener que repetir la mazmorra entera, de forma efectiva será una hora más de juego por el mismo precio, pensaban frotándose las manos. Pero bueno, eran los ochenta y a esas alturas el arte del diseño de videojuegos se regía más por la rentabilidad que exigían los encorbatados que por el disfrute del jugador.
Una evolución con vestigios del pasado
Llegó el salvado de partidas como estándar y no como excepción. Los juegos empezaban a ser más grandes. Empezaban a mostrar interés en la narrativa —ya fuese mediante la curva de evolución jugable o por temas argumentales—. Empezaban a ser, a todas luces, un medio artístico con todas las de la ley. Pero como Roma no se construyó en una noche, cambiar todos los tropos de un día para otro era imposible.
Así que empezamos a ver cómo las vidas perdían su sentido. Resultaban un castigo, sí, pero sólo en lo que al tedio se refiere. Cuando podías recargar una partida con veinte vidas si no éramos capaz de pasarnos ese nivel que se nos atascaba o volver al inicio del juego para hacer acopio de salud, acercarnos a la pantalla de fin de la partida empezó a resultar, como poco, inconveniente. La mente del jugador, poco a poco, se acercaba a un “si muero, toca sufrir repitiendo acciones para poder tener una nueva oportunidad”, ya fuera por tener que repetir niveles que habías demostrado saber completar con una mano a la espalda o por la necesidad de acumular recursos para hacerle frente. Perder horas de entrenamiento en un RPG porque el dios de los números aleatorios ha decidido que un crítico en mal momento era suficiente para llevar a todo el equipo a la tumba.
Algo empezaba a fraguarse. Un no es difícil, es tedioso. Eso, unido a la sensación de los desarrolladores de que los jugadores no disfrutaban completamente de su historia y que, con un mercado más extenso, empezaban a abandonarse los juegos que exigían horas vacías. Pero era una minoría, así que los ajustes empezaron a desarrollarse. En algunos plataformas, las muertes empezaron a dejarte en un punto de control y los game over al principio de un único nivel en lugar de en un bloque. En algunos rpg el castigo se redujo a simplemente perder algo de oro y llevarte de vuelta a la entrada de la mazmorra.
Otros empezaron a ajustar la dificultad de llegar a los últimos niveles tomando algún rehén a cambio: no se volvió raro el ver títulos que te privaban de las últimas fases, del final real, o te impedían guardar puntuaciones al jugar en los modos de dificultad más sencillos, algo que podría estar a caballo entre la progresión como premio y el imperativo de la narrativa —pero que no tuvo mucha vida más allá de la quinta generación de consolas como corriente imperante— satisfaciendo parcialmente a todos.
Poco a poco, los castigos empezaban a ser más justos. Pero eso demostró ser totalmente divisivo.
La vieja escuela contra la nueva escuela: ¿cómo diseñar un videojuego?
Y las líneas divisorias siguen existiendo hoy día. No es rara la discusión de internet donde te llaman sucio casual por quejarte de haber perdido un par de horas de progresión en un Shin Megami Tensei porque la ruleta de los números aleatorios decida derrotar a todo tu equipo en un turno sin darte oportunidad de actuar y mandarte de vuelta al último punto de guardado. Las guerras entre es parte del juego y el juego está mal diseñado perduran en las redes y lo hacen con cada género.
¿Un estudio decide hacer un título en el que el sistema de progresión sólo salve tu progresión al completar diez niveles y mueres constantemente en el noveno forzándote a repetir los ocho anteriores como antaño? Ah, eres un quejica. No podemos negar que haya jugadores capaces de disfrutar ese tipo de diseño, pero hoy por hoy no debería ser nunca el estándar salvo en una serie de excepciones:
- Planteamiento puramente arcade: probablemente, el ejemplo más claro de todos. No hay un avance narrativo y el jugador sólo compite por puntos y progresión. En ese caso, el sistema de vidas es quien pone un fin lógico a la partida y el que separa a los jugadores más habilidosos de los que no. La idea no es completar el título, sino llegar lo más lejos posible o conseguir puntuaciones altas.
- Roguelike: un género que pone toda esta teoría sobre la mesa y la pone boca abajo. Bajo la premisa de que sólo se vive una vez, la idea es llegar lo más lejos posible y, con un poco de suerte, al final del todo. Eso sí, puede presentar o no elementos de progresión externa —como el oro acumulado para comprar mejoras para los posteriores reinicios— o sistemas de guardado permanente.
- Simuladores, 4X y similares: aquí el castigo grave puede y debe ser la norma. A veces, como jugadores, estamos acostumbrados a ciertos lujos del mundo del entretenimiento, pero si queremos realizar representaciones fidedignas de temas como la economía o la guerra, sería contraproducente evitar este tipo de castigos. Eso sí, deberíamos mitigarlo lo máximo posible gracias a sistemas de guardado.
En todo caso, siempre se pueden plantear opciones alternativas al jugador de la vieja escuela, ya sea como modo de dificultad superior, como ajuste adicional o como reto autoimpuesto…
Medidas anti-frustación y de accesibilidad
…o justo lo contrario. Si tenemos títulos que vienen de mucho ha, deben evolucionar con nosotros, con nuestras necesidades narrativas y con la disponibilidad de nuestro tiempo. Un ejemplo magnífico sería el de los títulos recientes de la saga Fire Emblem —sí, esas palabras acaban de salir de mí— gracias a su modo de juego en el que se desactiva la muerte permanente.
Y ya no sólo por la accesibilidad para nuevos jugadores, sino también para suplir nuevas necesidades del jugador de siempre. En mi adolescencia quizá tenía tiempo suficiente como para repetir el mismo nivel una docena de veces hasta que ninguno de los personajes cayese en batalla, pero definitivamente ahora no es el caso. Y, oye, si quiero completar una historia sin tener que perder horas de juego por un error estratégico y disfrutar de la idea de diseño pues no está mal la cosa. Mucho más mejoró en Fire Emblem Echoes, donde ofrecían también una propuesta intermedia que contentaría a aún más gente permitiéndonos rebobinar un número de turnos. De repente, repetir una hora de batalla se quedó en tan sólo rehacer un par de minutos de combate y todo empezó a funcionar de una forma más ágil.
Y no se queda ahí. Las medidas anti-frustración también pueden ajustar un poco más la curva para no atascarte demasiado tiempo e impedirte el progreso manteniendo intacto el reto para quienes prefieran ignorarlas o sean capaces de valerse por sí mismos en primera instancia. Un ejemplo muy claro de esa idea lo presentan títulos como Yoshi’s New Island, en el que, tras un número determinado de muertes, te ofrece un power-up con el que hacer frente al peligro. Eso sí, si lo aceptas, la pantalla de selección de nivel lo sabrá, instándote a completarlo de nuevo legítimamente.
Quizá un ejemplo más dañino sea la súper guía de títulos como Super Mario Galaxy 2, en el que vemos cómo se supera el nivel y nos llevamos el premio a casa —eso sí, uno de pega que nos perseguirá como has hecho trampa hasta que lo consigas por ti mismo—, pero sin tener que hacer nada como jugadores.
El diseño de niveles como justificante
Y es que, como ya he adelantado, un desarrollador de videojuego quiere que disfrutes su producto. Que seas capaz de llegar al final y, a ser posible, que puedas encontrar retos antes o después. Para esta primera fase, ajustar la curva es algo crítico independientemente del concepto de dificultad que plantees desde el asiento del director. Puedes, perfectamente hacer un juego cuya narrativa se base en la dificultad y la curva de aprendizaje. Y es que títulos como Super Meat Boy son un gran ejemplo. Se trata de un título que quiere suponer un reto con todas sus letras. Que quiere hacerte sudar tinta para completar sus niveles.
Y a pesar de ello, es benevolente. Nunca te castiga un ápice más de lo que mereces. Cuando los niveles son completamente exigentes pero un intento — ya sea con éxito o fracaso— no te toma más de medio minuto, no sientes que estés perdiendo el tiempo intentándolo.
Y es que puedes ser terriblemente exigente con el jugador diseñando un juego, claro está. Siempre y cuando el castigo esté debidamente proporcionado y la misma narrativa del nivel funcione.
¿El argumento como premio?
Aquí presentamos uno de los puntos más candentes en la actualidad: ¿para disfrutar del argumento de un juego debes involucrarte a nivel de habilidad como jugador? Ignorando el debate entre jugadores, desde un punto de vista del desarrollo se trata de una decisión muy dura, sobre todo, porque limita la visión artística del videojuego. Está claro que tiene que ser accesible, pero no puedes convertir todo en un paseo automático.
Jugando a NieR Automata no pude evitar sentirme incómodo con un modo de dificultad que hacía prácticamente automático el combate, dejando al jugador sólo el control sobre la posición y localización y restándote en gran medida la respuesta jugable. No pondré en duda que el resto de componentes narrativos del título puedan justificar esta decisión, pero por algún motivo, durante el rato que lo probé, sentí que no era lo mismo. El no necesitar interpretar los patrones de ataque, la danza del movimiento en tus manos y todo lo demás me hizo sentirme completamente alienado dentro de un videojuego.
Pero por otro lado puedes incluso pensar que es la mejor opción de entre las que había disponibles para acercar el juego al público que sólo busca una historia interactiva. Definitivamente mejor que omitir bloques completos o convertirlos en cinemáticas que no diferirían de ver un vídeo en YouTube.
No puedo evitar sentirme en conflicto. ¿No habría una forma de hacer más fácil el juego sin tener que quitar al jugador la autonomía y la satisfacción? Puede que ésta sea una primera piedra en el futuro de la accesibilidad y estemos dinamitándola o puede que se trate de un error de diseño y estemos respetándolo porque es una opción. Sólo el tiempo y las buenas y malas ideas lo dirán.
La muerte debe ser un tortazo en la muñeca
Pero hay algo que siempre voy a defender: no tengo tiempo para perderlo demostrando al juego que sé hacer algo que ya sabe que puedo hacer. El castigo desmesurado de antaño hoy día no es más que una anacronía. Incluso un ejercicio de nostalgia (Maldita Castilla es un gran ejemplo y absolutamente nada te impide echar créditos infinitos a la ficticia máquina más allá del deseo de autosuperación). Perder progreso porque un dado lo diga no es de buen gusto.
Pero nada de esto debe eliminar de nuestro imaginario la idea de reto. Todo puede ser un reto si se diseña de la forma correcta. Por eso hay que tener especialmente en cuenta esta figura a la hora de valorar un videojuego y por eso he decidido dedicarle mi primer artículo sobre desarrollo.